Una tarde de cielo plomizo,
nublada, fría y ventosa,
nos vimos parados a la vera del mar.
El aire traía consigo
la melancólica bruma
cargada de misterios,
que con fuerza llegaba hasta nosotros
queriendo salir definitivamente
de las sombras del
océano.
Recuerdo que tomamos un camino costero
que nos llevó desde Necochea
hasta Costa Bonita.
A pesar del día gris y el tiempo tempestuoso,
dentro del automóvil disfrutábamos de ese paseo
un tanto umbrío por la falta de luz del astro rey
y la presencia de algunos oscuros nubarrones.
El camino era demasiado defectuoso
y fuimos sorteando muchas imperfecciones y curvas,
hacia uno y otro lado,
para finalmente llegar a un poblado de casas sencillas.
Fue allí, o tal vez muy cerca, que divisamos
a metros de la playa
el esqueleto de un barco hundido,
levemente inclinado hacia el lado de la costa
y totalmente corroído por el salitre marino,
como por los fuertes golpes del oleaje.
Bajamos del coche y en un pequeño médano
nos pusimos a contemplar el cuadro
que nos atrapaba por la majestuosidad
del mar y ese navío desolado dentro de él.
Recogimos de la arena algunas valvas de caracoles
y unas ramitas quemadas por el yodo y el salitre
también resecas por el sol… ausente en ese instante.
No sé si influenciados por el entorno
o por la soledad del lugar, de pronto
nos miramos de manera cómplice
percibiendo que estábamos disfrutando ese momento
que se presentaba tan solo para nosotros dos.
El viejo barco encallado daba un aspecto misterioso
y melancólico al escenario de la historia
que estábamos creando para nuestros recuerdos.
Nos besamos instintivamente
y nos abrazamos muy fuerte,
quedando así por un extenso lapso de tiempo,
mientras contemplábamos
la enorme figura de hierro oxidado
que seguía siendo castigada por el oleaje.
Finalmente reiniciamos el regreso a la ciudad
gozosos de estar unidos y felices.
El atardecer moría lentamente
y por el espejo retrovisor del auto
pude ver entre la bruma que cubría el aire,
aquel viejo navío clavado en la arena
y nuestras figuras que como fantasmas
vagaban abrazadas por esa costa
tan bella como misteriosa.
Puedo ahora decir que, en lo que a mi respecta,
esa vivencia dejó clavada para siempre en mi alma
la crónica de aquel
maravilloso amor
que se vio enmarcado por un alucinante escenario
que selló con fuego ese hermoso instante de pasión.
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Jorge Horacio Richino – Buenos Aires 12 de
septiembre de 2007/7 de noviembre de 2017
Todos los derechos reservados.
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